El título de este blog es un homenaje al cineasta francés Jean Pierre Melville, maestro olvidado del cine polar.
lunes, 20 de septiembre de 2010
Bourbon, J.T.S. Brown. No ice, no glass
Me gustaría poder transmitir con palabras alguna de las sensaciones que percibo cada vez que veo El buscavidas, un film único que habla de cosas tan universales como el éxito y el fracaso, la traición y el sacrificio, el descenso a los infiernos y la redención moral. Son tantas los aspectos que me gustaría abarcar sobre este film que este post podría ser interminable. He decidido abordarlo desde el sincero homenaje, homenaje a Robert Rossen, maestro olvidado, y homenaje a Paul Newman, actor único.
Paul Newman es para mí una de las mejores cosas que le ha pasado al cine. Cuando interpretó El buscavidas acababa de romper su contrato con la Warner, huyendo del encasillamiento de galán hollywoodense al que estaban sometiéndolo, y poder así elegir papeles que pusieran a prueba su capacidad interpretativa. Durante seis décadas se metió en la piel de tipos atormentados, complejos, canallas, perdedores y marginales. Actuaciones como las de El largo y cálido verano, Hud, La leyenda del indomable, Harper, Dos hombres y un destino, El golpe, Ausencia de malicia, Veredicto final, Ni un pelo de tonto o Camino a la perdición son buenos ejemplos. Trabajó con los mejores actores y las mejores actrices de su generación, y con cineastas de la talla de Robert Rossen, Alfred Hitchcock, John Huston, Robert Altman, Martin Ritt, Sydney Lumet, Martin Scorsese o los hermanos Coen. Llegó a pasarse a la dirección, demostrando un par de cosas: que le gustaba ver a su mujer Joanne Woodward en pantalla (la dirigió en cuatro películas) y que también tenía talento tras las cámaras. Rachel, Rachel; Los efectos de los rayos gamma sobre las margaritas y Casta invencible son inolvidables. Y aún le quedó tiempo para ser piloto de carreras, enemigo de Nixon, dueño de una marca de condimentos de ensalada y filántropo. En El buscavidas se metió por primera vez en la piel de Eddie Felson (volvería a hacerlo en El color del dinero, de Martin Scorsese), un buscavidas del billar que sueña con ganar al Gordo de Minnesota, considerado el mejor jugador del país, que cuenta con la ayuda de Bert Gordon (una especie de consejero perverso). Perderá contra éste todo su dinero, no por ser peor, sino por falta de carácter, y tendrá la oportunidad de escapar de esa vida al encontrar a Sarah Packard, una aspirante a escritora aficionada a la botella, con la que comienza una tormentosa relación nacida del engaño. Pero Eddie sigue obsesionado con ganar al Gordo, y pagará el precio necesario para lograrlo.
Robert Rossen, que allá por los 40 escribía guiones para la Warner (Los violentos años 20, La mujer marcada), había dado el salto a la dirección y realizado, entre otras, las geniales Cuerpo y alma y El político cuando fue llamado a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas durante la llamada Caza de brujas por haber pertenecido al partido comunista. Incluido en la lista negra, prescindido su contrato con la Warner, incapaz de conseguir financiación para sus proyectos ni de volver al teatro neoyorkino, Robert Rossen volvió a presentarse ante el Comité, esta vez de forma voluntaria, para denunciar a algunos compañeros del partido. Fue su pasaporte para seguir haciendo cine, pero lo pagó caro: Llevó el peso de la culpa sobre sus hombros el resto de su vida. Tras una década de películas frustradas realizadas en un exilio voluntario por Europa, Rossen vuelve a EEUU y adapta una novela de un tal Walter Tevis, una historia sobre el éxito y el dinero de la que Rossen toma sus personajes y su estructura, pero no discurso, convirtiendo su película (que produce, escribe y dirige) en un cuento moral con tintes autobiográficos. En el transcurso de la película, Eddie Felson, que en todo momento tiene en mente volver a enfrentarse al Gordo, cae en las garras de Bert, para quien Eddie es un perdedor nato carente de carácter. Sarah, que cala a Bert desde el principio, piensa que Eddie ya es un ganador y que no hay mañana para los que van con Bert, que destruye todo aquello que él mismo desearía tener (el talento de Eddie para el juego). La obsesión de Eddie y la compañía de Bert conducen al inevitable trágico final, dejando a Eddie en una situación equiparable a la de Rossen frente al Comité de Actividades Antiamericanas: Deberá humillarse ante Bert y renegar de sus nuevos principios (aprendidos del trágico final de Sarah) o no volver a jugar al billar. Robert Rossen se eximía así de su comportamiento diez años atrás.
La escena que más recuerdo, la que mencioné en mi post sobre Río Bravo, es aquella en la que Eddie, tras ser rechazado por Sarah y sabiendo de la afición por la botella de aquella, la espera en el bar de la estación de autobuses donde se conocieron y ella llega y se acerca a él y espera que diga algo, pero en su lugar Eddie se levanta, se acerca a ella y la agarra del hombro, y ésta apoya su cabeza en él y ambos dan media vuelta y se marchan del bar. La película está llena de estos momentos únicos, de una sencillez absoluta, como aquella en la que Sarah le hace saber a Eddie que cree que está con ella porque no tiene otro sitio donde ir, mediante un esbozo de relato que escribe borracha, o aquella otra en la que Eddie, tras perder contra el Gordo, está tumbado en la cama de un motel repasando en su cabeza la partida que acaba de jugar. Robert Rossen la rueda mediante un único primer plano de Paul Newman, y sobre éste el sonido de los choques de las bolas de billar en la cabeza de Eddie. La sucesión de encadenados para indicar el paso del tiempo (en ambas partidas contra el Gordo, o durante la recuperación de Eddie) o el apoyo en miradas y gestos de los actores (que dicen más que palabras) son otras muestras de simplicidad y eficacia que encumbran a Robert Rossen como uno de los grandes.
The hustler. 1961. 135 min. Blanco y negro. Productor: Robert Rossen. Director: Robert Rossen. Guión: Robert Rossen y Sidney Carroll. Música: Kenyon Hopkins. Fotografía: Eugene Shüftan. Edición: Dede Allen. Reparto: Paul Newman, Piper Laurie, Jackie Gleason, George C. Scott, Myron McCormick.
miércoles, 1 de septiembre de 2010
Río Bravo
Supongo que siendo cinéfilo no es raro que mi primera entrada en este blog sea sobre una película. Y siendo esa película Río Bravo tendría que dedicar este post a mi abuelo, que compartía mi afición por el western.
Uno de los últimos recuerdos que conservo de él antes de que enfermara es estar sentados junto a la chimenea y que en la tele anunciaran Río Bravo. Y me dijo que la había visto, y que era muy buena. Y no se equivocaba. Yo había crecido viendo westerns de Sergio Leone y de Clint Eastwood, y nunca conseguía ver entera ninguna película que protagonizara John Wayne, no sé por qué. Ahora podría llevarme horas hablando de las películas que protagonizó para John Ford y para Howard Hawks. Me he resarcido.
Y nadie quiere ver conmigo Río Bravo. Y no entiendo el motivo, no sobra ni falta nada en ésta película. Lo tiene todo. Es un western, si, pero no al uso: No hay paisajes vírgenes. No hay persecuciones a caballo. No hay desiertos. Hay comedia, hay drama. Hay una historia de amor. Hay un John Wayne en la cumbre de su carrera. Y hay tiroteos, si, que al fin y al cabo es un western. Y hay un número musical, que la protagonizan dos cantantes. Y hay un pueblo, un sheriff, dos ayudantes, un chico listo, una dama, un dueño de un hotel, y un prisionero. Con un hermano con dinero suficiente para comprar los mercenarios que hagan falta para sacarlo de la cárcel. Y el sheriff tiene que impedirlo y todos quieren ayudarlo.
Cuentan que Howard Hawks vio Solo ante el peligro y que no le gustó nada, que pensaba que un sheriff no podía ir por ahí pidiendo ayuda a todo el mundo, que era su trabajo apechugar con lo que viniese. Y John Wayne lo hace, junto a sus dos ayudantes: un inmejorable Dean Martin alcoholizado al que los mejicanos llaman “borrachón” y un muy divertido Walter Brennan anciano y tullido. Y no acepta la ayuda de la magnífica Angie Dickinson, ni acepta la ayuda del dueño del hostal donde se hospeda, que va metiéndose en líos por intentarlo, ni de un viejo amigo que por su cuenta pide a un chico (rápido como nadie pero con la norma autoimpuesta de no meterse en líos), Ricky Nelson, que lo ayude, y que muere por ello. Es su trabajo y lo lleva a cabo hasta las últimas consecuencias.
Para el recuerdo aquella escena que me recuerda a otra de El buscavidas que algún otro día contaré, aquella en la que John Wayne vuelve al hostal para acostarse y Angie Dickinson está secando unos vasos en el bar y le pide que duerma en su cuarto, que allí nadie irá a buscarlo. Y él declina su oferta. Y ella le dice que si se arrepiente su puerta está abierta. Sube y entra en su cuarto y le pica la curiosidad y comprueba que sí, que la puerta de la chica estaba abierta. Y baja de nuevo para encontrársela dormida en una mecedora con un rifle en sus manos, guardando que nadie entre a matarlo. Y le quita el rifle y lo deja sobre la barra y ella se despierta, y ninguno dice nada, y él la coge en brazos y sube con ella las escaleras, y la imagen se funde en negro.
Río Bravo. 1959. 149 min. Color. Director: Howard Hawks. Guión: Leigh Brackett y Jules Furthman. Música: Dimitri Tiomkin. Fotografía: Russell Harlan. Edición: Folmar Blangsted. Reparto: John Wayne, Dean Martin, Ricky Nelson, Angie Dickinson, Walter Brennan, Ward Bond, John Russell, Claude Akins, Bob Steele.
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