viernes, 21 de diciembre de 2012

LA ÚLTIMA MAÑANA DE OTOÑO


Un cuarto oscuro. Una cama de 140 centímetros sin deshacer, y sobre ésta una chaqueta. Un hombre con camisa blanca y corbata negra de punto sentado sobre ella. Los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos, todo en silencio. Abre el cajón de la mesilla de noche y saca de él una pistola. Un colt 45 automático. Desliza el cañón por la corredera hasta cargar una bala en la recámara y lo suelta. Pone el seguro y se levanta y la guarda en la cintura, dentro de sus pantalones, y coge la chaqueta,  la sacude y se la pone. Sobre el alféizar de la ventana una gata mira con atención cada movimiento del hombre, que se acerca al hueco y abre una de las contraventanas que cubren la carpintería. Detrás hay un patio de vecinos que tiene cuatrocientos años. Las galerías de madera  han conocido tiempos mejores, pero aún se sostienen en torno a un jardín con suelo de albero donde olmos, plataneros y palmeras se ordenan alrededor de una fuente lavadera que ya nadie usa. El cielo está cubierto de nubes y comienza a levantarse viento, se avecina lluvia. La gata se asoma fuera hasta que el hombre abandona el cuarto, después salta del hueco y lo sigue. El pequeño apartamento tiene un pasillo que separa el dormitorio del salón, que incorpora una cocina americana. Junto a la entrada, sobre una silla, una gabardina. El hombre la coge y se la pone. Se abrocha tres de los cuatro botones y se amarra el cinturón. A través de la puerta el hombre mira el agua de lluvia caer contra el albero. Ya no hay silencio, se oye el sonido del agua y el silbido de una cafetera italiana. El hombre se acerca al fogón y lo apaga, echa café en una taza y deja la cafetera dentro del fregadero. Se sienta en la silla junto a la puerta y observa el patio y la lluvia y su reflejo en el cristal, pero no le gusta lo que ve y aparta la mirada hacia la gata, que está sentada en el suelo, junto a él, mirándolo. “Ven”, le dice, y ésta salta sobre su regazo y apoya las patas sobre su pecho. Él la acaricia y la gata se enrosca sobre sí misma y cierra los ojos y ronronea hasta que deja de hacerlo, y después se lame. El hombre se toma su tiempo para acabar el café. Mira su reloj de pulsera, que marca las ocho. Coge a la gata y la deja en el suelo, se levanta y arroja el poso del café por el sumidero del fregadero y enjuaga la taza y la deja junto a la cafetera y vuelve al cuarto. Saca de debajo de la cama una maleta de cuero cerrada con dos hebillas y un porta gatos metálico. Vuelve al salón y los deja junto a la puerta. Saca del bolsillo una llave y la mete en la cerradura y la hace girar. Abre y sale sin la maleta y sin el gato y cierra desde fuera. Vuelve a guardar la llave en su bolsillo y atraviesa la galería hasta las escaleras y baja al patio, y subiéndose el cuello de la gabardina lo atraviesa bajo la lluvia, que arrecia, esa última mañana de otoño.
Ya en la calle cruza la acera y pasa observando cada uno de los coches que hay allí hasta dar con un citröen DS cuya ventanilla no está del todo subida. Mira a un lado y a otro y saca del bolsillo una cuerda con un lazo, la pasa por el hueco del cristal abierto hasta colarlo por el pestillo y tira de los dos extremos de la cuerda hasta subirlo. Abre la puerta y entra dentro y cierra. Mira a su alrededor hasta sentirse seguro y busca bajo el volante. Fuera un anciano camina deprisa. Lleva una gabardina gris que amarrada resalta el tamaño de su barriga y se protege la coronilla del agua de lluvia con un periódico empapado; Al pasar a su lado lo mira, pero el coche ya ha arrancado y el hombre está erguido. No evita mirarlo a los ojos mientras saca un paquete de tabaco negro y un zippo del interior de su gabardina. Se lleva a los labios uno de los cigarrillos y lo enciende. Guarda el mechero y suelta una bocanada de humo que lentamente se arremolina a su alrededor. Suelta el freno de mano y pisa el embrague, mete primera, acelera, vuelve a pisar el embrague y mete segunda y acelera aún más, alejándose calle abajo.
El hombre piensa que aún queda para que la ciudad huela a azahar y que para entonces él ya no estará allí. Hoy sólo percibe el olor de la humedad en la tierra tras mucho tiempo sin llover. Conduce a través de la calle María Auxiliadora y tras ésta por la Ronda de Capuchinos. Se detiene ante un semáforo en rojo. La lluvia es más intensa y se cuela a través de la ventanilla, salpicándolo, pero no la cierra. Exhala la última calada de su cigarro y apaga la colilla en el cenicero enganchado en el salpicadero. Al otro lado de la calle una chica joven corre hasta resguardarse bajo una parada de autobús. Es morena y tiene el pelo largo, lleva un vestido corto y se abraza a sí misma, empapada, y al hombre le recuerda a un amor de juventud. 
La luz verde del semáforo hace algún tiempo que cambió, pero al hombre no le importa. Se observa en el espejo retrovisor, con el ceño fruncido. “Es la última vez”, piensa, “es la última”. Y lo será. No volverá a casa.

lunes, 26 de noviembre de 2012

En busca de una víctima, Ross Macdonald. Fragmento.





Empujé la larga sombra del coche hacia el oeste a través de la planicie; estaba tan agotado que tuve que hacer un esfuerzo de voluntad continuo para seguir apretando el acelerador. A la vista del paso de Tehachapi, sacudí a Bozey hasta despertarlo y presté oído a las indicaciones que farfulló. La carretera secundaria empezaba a la izquierda unos kilómetros más adelante. Bajaba hasta un cañón oculto y se encogía hasta convertirse en una trocha de ganado.

El suelo del cañón estaba bañado en sombras. Cuatro buitres zarrapastrosos volaban en círculo por encima. El ruido de mi motor los hizo ascender velozmente hacia el brillo azulado de las alturas. Ahí donde el lecho seco de un arroyo serpenteaba entre robles achaparrados al pie de una ladera había un descapotable negro.

-Ahí lo tiene -dijo Bozey.

Lo dejé al cuidado del rifle de MacGowan y crucé la gravilla hasta el coche abandonado. No había nada en los asientos delanteros y el maletero estaba cerrado. Un lince había dejado las huellas de sus patas almohadilladas en la polvorienta superficie de la tapa.

Volví a mi coche a buscar una palanca. Desde muy dentro de la grotesca máscara que ahora era su rostro, los ojos de Bozey me seguían con curiosidad.
MacGowan formuló la pregunta con palabras:

-¿No está ahí?

-Voy a forzar el maletero.

Lo hice. Ahí estaba, tumbada con las rodillas dobladas hacia arriba como un niño en una matriz de hierro. Había una insignia de sangre en la pechera de su vestido sin mangas. Faltaba el tacón de uno de sus cómodos zapatos marrones.

Me agaché para mirarle la cara. Los ojos se me llenaron de lágrimas, cegándome casi. No es que ella me importase. Nunca había visto a Anne Meyer más que en una foto, riéndose al sol.

Lo que sentí fue rabia, rabia por la indefensión de los muertos, y la mía propia. En lo alto, los buitres daban vueltas irregulares como enterradores borrachos. El demente ojo rojo del sol asomó por encima del borde del cañón.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Gazpacho western

Lo que sigue es un cortometraje que escribí hace años. Fue, para mí, un antojo cinéfilo: no tuve, en ningún momento, intención de llevarlo a cabo. Bebe de mi nostalgia por aquel cine en el que Clint Eastwood escupía frases contundentes dirigido por un italiano llamado Sergio Leone en el desierto almeriense. Visto hoy ese cine me produce más nostalgia que placer, ya que ahora asocio el western, en mayúsculas, al nombre de gente como John Ford. Ahí queda.


Suenan dos disparos de revólver: abre sobre negro.

l. LLANURA. DÍA

"Algún lugar de la frontera entre Arkansas y Texas. 1865"

Dos pistoleros frente a frente en un llano en medio de la nada que es el desierto. Uno lleva el uniforme de la Unión y unos cubrepantalones rojos. y el otro una camisa blanca, sin cuello, manchada de sudor y de polvo. Y unos pantalones marrones gastados, sujetos por unos tirantes de cuero marrón. Le protege del sol un sombrero de ala ancha y un viejo guardapolvos gris, y sujeta extendido un colt Navy de 1851.
El de la Unión cae de rodillas y se inclina ligeramente hacia delante, aún con el Smith & Weeson en mano. Se le cae el sombrero y rueda por el suelo.
El primer pistolero se acerca lentamente al soldado caído. Suenan el viento y sus espuelas. Mientras camina un leve hilo de sangre sale de un agujero en su camisa. Tiene un disparo en el vientre. El de la Unión levanta la mirada y lo observa mientras se acerca. El pistolero se para a un metro de él.

RED LEG: ¿Quién?

PISTOLERO: Cualquiera.

El soldado levanta el revólver y el otro le agarra la muñeca, desviando el disparo, cuyo eco se funde con el relincho de un caballo herido. Un peso cae muerto fuera de plano. Le suelta el brazo, y el soldado hace afán de volver a disparar. El pistolero le dispara al hombro. Un chorro de sangre vuelve a manchar la arena. Su revólver rueda por el suelo. Una patada en el pecho lo derriba. Intenta arrastrarse, oye como el otro amartilla su arma y se vuelve.

RED LEG: No quiero morir

El pistolero reflexiona, apuntando al otro, y decide des- amartillar su revólver. Lo guarda en el cinto, se da la vuelta y se aleja.

RED LEG: ¡Me comerán los buitres!

PISTOLERO: A mi caballo también.

2. DESIERTO. DÍA

El pistolero camina lentamente por el desierto. El sol aún está muy alto, lo mira y se echa el sombrero hacia delante. Las botas le pesan, se tropieza con cada piedra que se encuentra. La mancha de sangre, poco a poco, se extiende por su camisa. Se echa la mano al bajo vientre.

Corta a:

El horizonte se funde con el agrio paisaje una casa vieja, a la que el pistolero se acerca.

3. TERRAZA DE LA CASA. DÍA

Un anciano se asoma por la puerta de su casa. Sale a la marquesina con una taza de café en la mano. Sorbe un trago mientras mira el horizonte. Viste unos pantalones con unos tirantes colgando, y una camiseta interior. Lleva barba de varios días y arrastra una cojera. Se oye el crujir de madera contra madera, y al girarse se encuentra al pistolero balanceándose en una vieja mecedora. El guardapolvos le cubre la herida, pero no la mancha que se extiende por la camisa. El hombre la mira y se encuentra con la mirada del otro. Sorbe otro trago, mientras cavila.

ANCIANO: ¿Lo has hecho?

El balanceo asiente por él.

ANCIANO: Pasemos dentro, te daré un vaso
de agua.

4. CASA. DIA

Pasan dentro.

ANCIANO: Siéntate, ahora vengo.

El salón está presidido por una enorme bandera confederada. Se sienta en una vieja silla de madera con posabrazos delante de un viejo escritorio con papeles y una primitiva máquina de escribir. La casa es grande, pero parece vacía. Una vieja fotografía muestra al anciano junto a una joven y dos niños.

El viejo echa agua de una jarra en una taza y vuelve al salón. El pistolero está tirado en la silla con el abrigo abierto. dejando ver su herida y su colt. Tiene la mano izquierda en un bolsillo del abrigo, y la otra sobre la pierna. Encima de la culata del revólver. El anciano se acerca y le da la taza. La coge con la mano derecha y mira dentro, el agua tiene una textura marrón. Bebe un trago.
El anciano se sienta tras el escritorio.

ANCIANO: ¿Te dijo algo?

PISTOLERO: ¿Que te interesase a ti?

ANCIANO: Cualquier cosa

PISTOLERO: Nada que te importe. Dame lo acordado.

ANCIANO: Enseguida...

Termina su café y deja la taza en una esquina del escritorio. Se dispone a abrir un cajón.

ANCIANO: 1000 dólares, ¿no?

El pistolero asiente con la cabeza. El viejo señala con la mirada su herida.

ANCIANO: Veo que estás jodido...

En el cajón junto al dinero guarda un viejo colt, que agarra y amartilla y extiende en un abrir y cerrar de ojos:

PISTOLERO:No menos que tú...
Saca la mano del bolsillo y comienza a tirar al suelo balas, una a una, hasta seis. El viejo mira su revólver y mira las balas. Se tira al suelo lo más rápido que puede intentando coger una, gritando:

ANCIANO: ¡Bastardo!

Mientras el viejo intenta alcanzar una, el “pistolieri” suelta la taza y agarra su revólver, lo amartilla y dispara. Un chorro de sangre salta de la parte superior de la cabeza del viejo y cae sobre una alfombra, a la vez que el viejo y que la taza, rompiéndose y derramando el agua marrón por el suelo. 

El pistolero se levanta con cierta dificultad, enfunda su revólver y pasa por encima del muerto para llegar al escritorio, donde se sienta. Coge la bolsa con el dinero del cajón y lo pone encima de la mesa. Se asoma dentro. Coloca uno de los folios que hay allí en la máquina y escribe algo.


Corta a:

Sale del granero anexo a la casa con un caballo. Se monta en él. Lleva un folio escrito en la mano, que dobla y guarda en un bolsillo interior del guardapolvo. Sale de plano

5.EXTERIOR. DÍA

Llega a caballo a un llano bajo un árbol dificultad, saca una pala del petate amarrado al caballo y cava un hoyo de un metro. Introduce el saco con el dinero, y comienza a taparlo.

Corta a:

Descansa sentado bajo el árbol un momento, bebe agua de su cantimplora y se levanta. Monta a caballo y se aleja.

6. EXTERIOR WESTERN UNION. DÍA

El pistolero se baja del caballo como puede. Amarra el caballo a una baranda. Está muy blanco y tiene ojeras. Cruza la calle y se dirige a un edificio de correos.

Corta a:

7. LADERA. ATARDECER

El pistolero cabalga lentamente, ladeado, desviándose de la normal. El sol está a punto de ponerse. Descuelga su cantimplora de la montura y bebe un poco. Se levanta el cuello del guardapolvos intentando alejar el frío. Ya apenas pierde sangre. El revólver a la cintura le molesta, así que se lo quita y lo enrosca en la silla. Se le cae el sombrero, pero no lo recoge. Se echa la mano al vientre, y con una mueca, se dobla sobre sí mismo, apoyando la cabeza en el saliente de la montura.

(Plano general)

El jinete cae del caballo y el día llega a su fin. La imagen se funde en negro.

8. INTERIOR VIVIENDA. DÍA

Abre de negro:


Un buzón de madera en primer plano. En segundo plano unos niños juegan en un jardín donde hay flores de cáctus. En tercer plano una casa destartalada. Alguien echa una carta al buzón. Los niños gritan emocionados a su madre.

NIÑOS: ¡Una carta, mamá!

A través de una panorámica vemos el resto de la escena: una mujer muy joven, delgada, demacrada y pálida, sentada en una mecedora en la marquesina de una casa hecha pedazos mirando al horizonte. Su ropa raída. Se levanta por la carta, preocupada. Llega al buzón, la recoge y abre el sobre.

Los créditos aparecen sobre negro. 
Marzo de 2008.