viernes, 29 de octubre de 2010

ATRAPADO POR LA SOLEDAD O EL SILENCIO DE UN HOMBRE.


Para los amantes del cine negro que no sepan qué es el polar, es la reinterpretación que se hizo en Francia del noir americano. Tuvo su auge desde finales de los 50 hasta principio de los 70, época en la que el género se devaluaría y daría paso a policíacos bastante simples.
“No hay soledad más profunda que la del samurái, salvo un tigre en la selva, tal vez…”
Bushido
Así reza el rótulo al comienzo de “Le samouraï”, (en España El silencio de un hombre), obra cumbre del Jean-Pierre Melville que da título a este blog, film clave dentro del polar francés; sobreimpresa en un fotograma: un plano general de una habitación cochambrosa, escasa de muebles, con un espejo que siempre devuelve la misma mirada vacía, dos ventanas que se asoman a una calle donde pueden verse, si uno presta atención, escaleras de incendios de esas que abundan en Nueva York pero que no existen en el París en el que transcurre la película; donde hay un canario encerrado en una jaula con un cantar triste y una cama individual en la que Alain Delon, alias Jeff Costello, fuma un cigarrillo. 
Jeff Costello, ese samurái sin dueño atrapado por la soledad, vende su revólver al mejor postor. Es meticuloso: Conduce coches robados, que lleva a que un mecánico clandestino cambie sus matrículas. Se agencia un revolver nuevo para cada trabajo y se deshace de él cuando termina. Elabora coartadas imposibles de desarmar por la policía. Vive sólo y tiene una relación difícil de definir con una mujer (aparentemente) casada.
Tras matar al dueño de un bar de jazz la policía lo detiene como sospechoso y lo sueltan al no poder desmontar su coartada. Pero los que le encargaron el trabajo no creen que estén seguros al haber sido detenido y éste queda atrapado entre ambos bandos.

El círculo rojo, también obra de Melville, comenzaba con un rótulo que decía algo así como que si dos personas estaban destinadas a encontrarse, siguieran el camino que siguieran terminarían haciéndolo. En El silencio de un hombre el destino también juega un papel importante: Los personajes avanzan hacia un único final posible marcado de antemano, del que parece que los personajes son conscientes desde el principio. Los pocos diálogos, contundentes, dan buena muestra de ello. Ante la pregunta de si cree que Jeff Costello es culpable, el jefe de policía responde “yo no pienso”. A la pregunta de la pianista a Jeff de por qué mató a su jefe, éste contesta “porque me han pagado”. La sobria dirección, las gélidas interpretaciones, los escasos diálogos, el inhóspito París por el que vaga Costello, la triste balada de jazz que le acompaña y la fotografía de tonos grises (que en palabras de Melville “es como el blanco y negro, pero en color…”) que envuelve a la cinta terminan de dar forma a una de las obras cumbres de otro maestro olvidado.
Jean Pierre Grumbach, que adoptó el nombre de Melville en la resistencia durante la ocupación nazi de Francia (como homenaje al escritor Hermann Melville), comenzó su andadura cinematográfica con El silencio del mar. Su estética, sus limitados medios y su tono intimista harían que un grupo de críticos, posteriormente cineastas de la Nouvelle Vague, lo ensalzaran, y él se convirtió en una especie de padrino. El montaje interrumpido de Al final de la escapada, ópera prima de Jean-Luc Godard, fue una recomendación de Melville (que además hace un cameo en la cinta), al contarle Godard que su película era demasiado larga. Sus temáticas y su estética lo alejarían de la Nueva ola, movimiento que él mismo terminaría criticando.
Melville tratará en su filmografía dos temas principales: la ocupación francesa por parte de los nazis y la reinterpretación del noir americano.
Al primer grupo pertenecen la ya citada El silencio del mar, que trata la convivencia de un oficial nazi con un anciano y una niña franceses, León Morin, cura; que se centra en la supervivencia de una madre viuda que siente cierta atracción por el sacerdote que da nombre al film, y El ejército de las sombras, obra maestra que radiografiaba el funcionamiento de una célula de la resistencia.
Al segundo grupo pertenecen, en primer lugar, tres obras extrañas dentro de su filmografía, experimentos que terminarán dando lugar a sus obras más carismáticas. Dos hombres en Manhattan, rodada en Nueva York e interpretada por el propio Melville, describe la investigación que realizan dos periodistas para encontrar a un delegado francés de la ONU en Nueva York. El guardaespaldas tiene como protagonista a un boxeador fracasado reconvertido en guardaespaldas de un banquero huído de la justicia durante un viaje a los Estados Unidos. Bob, el jugador, trata de un jugador que ha perdido su suerte, que planea robar un casino con algunos socios, a espaldas de un policía que es su amigo, y mientras salva a una chica de caer en la prostitución y a un ahijado de meterse en problemas. Neil Jordan haría en 2002 un remake de este film llamado El buen ladrón, con Nick Nolte haciendo de Bob, que no está nada mal. Después vendrían sus polares más conseguidos, El confidente (protagonizada por Jean Paul Belmondo), Hasta el último aliento, que trata de un exconvicto (Lino Ventura) que no tiene más remedio que volver a las andadas, El silencio de un hombre, El círculo rojo, que une las vivencias de un exconvicto (Alain Delon), un expolicía y un fugitivo unidos para robar una joyería, y del policía que custodiaba al fugitivo y que va pisándole los talones; y Crónica negra, última película de Melville, que tiene por personajes a una mujer, novia de un ladrón que regenta un bar y que es amigo de un policía, tercero en discordia en un extraño triángulo amoroso. 
Hay características comunes en todos sus polares. Todas empiezan con citas o frases que darán una idea de lo que vendrá a continuación. Sus personajes serán siempre antihéroes condenados a un final trágico, con un estricto código de honor. Seres marginados dentro de la sociedad, e incluso dentro del mundo del hampa. Personajes que han han apostado fuerte y han perdido, y cuya existencia carece ya de sentido. Personajes incapaces de mantener una relación amorosa de forma prolongada, pero que a veces gozan de la amistad de alguien, dentro del hampa o fuera, a menudo policías, que no impide que, llegado el momento, lleguen que enfrentarse. Siempre sienten cierta inclinación a la violencia, mostrada en distintas vertientes. Todos visten bajo la estética del noir americano: traje y corbata, gabardina y sombrero (La jungla de asfalto, de John Huston, era su película preferida). Al respecto Melville decía que el sombrero de un hombre que sostiene un arma extendida de alguna manera ayudaba a contrapesar la imagen. Tenía una obsesión por la descripción de los actos delictivos, llevándolo a rodarlos casi a tiempo real (la preparación del asesinato de Costello en El silencio de un hombre, los robos de la joyería de El círculo rojo, el furgón blindado de Hasta el último aliento y el tren de Crónica negra), así como por los escenarios, que se repiten cinta tras cinta. El taller donde Costello cambia sus matrículas aparece también en El círculo rojo, o en El confidente. Siempre aparecen bares en sus películas y casi siempre están regentados por un personaje del film. En El silencio de un hombre un bar de jazz es escenario del crimen. En Bob, el jugador, sirve de lugar de encuentro, El protagonista de Crónica negra regenta un cabaret y en Hasta el último aliento un tirotero que mueve la trama tiene lugar en otra cafetería. 
Solía repetir con sus actores: Alan Deloin interpreta, además de El silencio de un hombre, El círculo rojo y Crónica negra. Jean Paul Belmondo actúa en El confidente, El guardaespaldas y en León Morin, cura; y el gran Lino Ventura hace lo propio en Hasta el último aliento y en El ejército de las sombras. También los secundarios se mueven de un film a otro.
No me queda sino recomendar la obra de Melville anteriormente mencionada, y algunas otras películas, A pleno sol de René Clément, primera adaptación al cine de El talento de Mr. Ripley, La piscina de Jack Deray y El otro señor Klein de Joseph Losey, protagonizadas por Alain Delon, Último domicilio conocido, de José Giovanni y Contra todo riesgo, de Claude Sauset, ambas protagonizadas por Lino Ventura, Ascensor para el cadalso de Louis Malle, Pickpocket de Robert Bresson y La evasión de Jacques Becker, y algunas obras de cineastas de la Nouvelle Vague: Al final de la escapada de Jean Luc Godard, La mujer infiel, Al atardecer y El carnicero de Claude Chabrol, y Vivamente el domingo, de François Truffaut.

Le samouräi. 1967. Color. DIRECTOR: Jean-Pierre Melville. GUIONISTA: Jean-Pierre Melville. MONTAJE: Monique Bonnot y Yo Maurette. FOTOGRAFÍA: Henri Decai. MÚSICA: François de Roubaix. INTÉRPRETES: Alain Delon, François Périer, Nathalie Delon, Cathy Rosier, Jacques Leroy, Michel Boisrond, Robert Favart, Jean-Pierre Posier.

PAUL NEWMAN IS HARPER


Hace poco leía 100 recomendaciones de Martin Scorsese, que él llamaba 50 placeres culpables y 50 placeres no culpables, o lo que es lo mismo, 50 películas geniales y 50 que, sin serlo, tenían algo que las hacían disfrutables.
Harper es uno de los placeres culpables interpretados por Newman, como lo son Los indeseables, El juez de la horca o El castañazo. Tiene el aroma del cine negro de los 40 (Bebe de El sueño eterno de Howard Hawks o El halcón maltés de John Huston) pero revisado, actualizado. No es tan buena como la reinterpretación que hizo Polansky del género en Chinatown (de la que algún día escribiré porque es de mis películas favoritas) pero si es mejor que El largo adiós de Robert Altman, que adaptó al cine la novela de Raymond Chandler, llevando a los 60 a un personaje que en la gran pantalla inmortalizó Bogart en El sueño eterno.
Hay que empezar diciendo que Jack Smight, director de Harper, no es Roman Polansky, y que el peso de la película recae, por un lado, en el guión de William Goldman (que más tarde escribirá Dos hombres y un destino) y por otro, en la carismática actuación de Paul Newman.
¿Quién es Harper? Lew Harper es un hombre que por las mañanas, cuando suena el despertador, ya está despierto, porque no puede dormir. Que necesita lavarse la cara con agua mezclada con cubitos de hielo para disimular las ojeras. Que hace café con un filtro usado porque ha olvidado comprar unos nuevos. Que mastica chicle en vez de fumar tabaco y que no bebe antes de almorzar. Lew Harper un detective privado que se pasa día tras día espiando a adúlteros en sucias habitaciones de hotel, y que se encuentra ante sí un gran caso y no quiere dejarlo cueste lo que le cueste, porque le hace sentir vivo. Que está divorciándose de su mujer, Janet Leigh (aquella que moría en la ducha en Psicosis) y que es propenso a inventarse personalidades (delirantes) con las que recabar información de las personas que él considera sospechosos y a recibir golpes de todo bicho viviente hasta decir basta.
A través de un amigo abogado le llega el encargo de investigar la desaparición de su cliente, un multimillonario de Los Ángeles propenso a emborracharse y regalar montañas. Su mujer (Lauren Bacall) es una arpía cuya ambición es vivir más que su marido, su hija, enamorada del piloto de la familia, parece ser la elegida por su padre para casarse con el abogado, amigo de Harper, y todos parecen a priori sospechosos de la desaparición. La trama está llena de giros inesperados, como manda la tradición del noir, pero el ambiente, la música, e incluso el humor, son muy de la década de los 60. 
Los diálogos son geniales. Cuando, tras ser atropellado, alguien le pregunta si está bien, Harper responde “si, sólo estoy cansado de oír esa pregunta”, o cuando Harper va con la hija del desaparecido a ver a un gurú al que su padre regaló una montaña, ella le pregunta: “¿Por qué va tan rápido, Harper?, ¿Es que intenta impresionarme? Y él responde “Tu forma de empezar una conversación impide continuar esa conversación”, tras lo cual ella pregunta “¿Por qué su mujer intenta separarse de usted?, y él vuelve a contestarle “tu forma de empezar una conversación impide continuar esa conversación”.  O aquella otra en la que llama a su (todavía) mujer haciéndose pasar por otro diciéndole que ha ganado unas clases de baile gratis para impresionar a su marido. La palma se la lleva la secuencia en que Harper vuelve a casa de Janet Leigh herido tras recibir una paliza y ella le abre la puerta y le pregunta ¿Qué haces aquí? Y él responde “Tengo frío”, y ella le pregunta “¿Qué quieres de mí?” Y él responde “Alguna palabra amable”, tras lo cual ella, que lo conoce, le espeta “¿Y qué más?” Que él responde con un “todo lo que pueda conseguir”.

Al parecer Paul Newman decía que le daba suerte la letra H, e hizo que el guionista cambiara el nombre del personaje, Lew Archer, por otro que empezara en H, y que ese fuera el título de la película.  Leyenda o no lo cierto es que algunas de sus mejores interpretaciones están en películas que llevan la H en el título: The Hustler (El buscavidas), Hud, Cool Hand Luke (La leyenda del indomable),  Hombre, The Hudsucker proxy (El gran salto). Otras curiosidades son que el coche que lleva lo eligió el propio Newman, y que tengo unas gafas de sol iguales que las que lleva durante los créditos mientras conduce por una autopista de L.A. Newman volverá a meterse en la piel de Lew Harper diez años después en Con el agua al cuello, junto a su mujer Joanne Woodward y a una Melanie Griffith muy joven, y en los 90 interpretará una vez más a otro detective en Al caer el sol, una película de Robert Benton  (director de Ni un pelo de tonto) con Susan Sarandon y Gene Hackman.

Harper. 1966. Color. PRODUCTOR: Jerry Gershwin y Elliott Kastner. DIRECTOR: Jack Smight. GUIONISTA: William Goldman. FOTOGRAFÍA: Conrad Hill. MÚSICA: John Mandel. INTÉRPRETES: Paul Newman, Lauren Bacall, Julie Harris, Shelley Winters, Robert Wagner, Janet Leight, Arthur Hill, Pamela Tiffin, Robert Webber.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Bourbon, J.T.S. Brown. No ice, no glass


Me gustaría poder transmitir con palabras alguna de las sensaciones que percibo cada vez que veo El buscavidas, un film único que habla de cosas tan universales como el éxito y el fracaso, la traición y el sacrificio, el descenso a los infiernos y la redención moral. Son tantas los aspectos que me gustaría abarcar sobre este film que este post podría ser interminable. He decidido abordarlo desde el sincero homenaje, homenaje a Robert Rossen, maestro olvidado, y homenaje a Paul Newman, actor único.
Paul Newman es para mí una de las mejores cosas que le ha pasado al cine. Cuando interpretó El buscavidas acababa de romper su contrato con la Warner, huyendo del encasillamiento de galán hollywoodense al que estaban sometiéndolo, y poder así elegir papeles que pusieran a prueba su capacidad interpretativa. Durante seis décadas se metió en la piel de tipos atormentados, complejos, canallas, perdedores y marginales. Actuaciones como las de El largo y cálido verano, Hud, La leyenda del indomable, Harper, Dos hombres y un destino, El golpe, Ausencia de malicia, Veredicto final, Ni un pelo de tonto o Camino a la perdición son buenos ejemplos. Trabajó con los mejores actores y las mejores actrices de su generación, y con cineastas de la talla de Robert Rossen, Alfred Hitchcock, John Huston, Robert Altman, Martin Ritt, Sydney Lumet, Martin Scorsese o los hermanos Coen. Llegó a pasarse a la dirección, demostrando un par de cosas: que le gustaba ver a su mujer Joanne Woodward en pantalla (la dirigió en cuatro películas) y que también tenía talento tras las cámaras. Rachel, Rachel; Los efectos de los rayos gamma sobre las margaritas y Casta invencible son inolvidables. Y aún le quedó tiempo para ser piloto de carreras, enemigo de Nixon, dueño de una marca de condimentos de ensalada y filántropo. En El buscavidas se metió por primera vez en la piel de Eddie Felson (volvería a hacerlo en El color del dinero, de Martin Scorsese), un buscavidas del billar que sueña con ganar al Gordo de Minnesota, considerado el mejor jugador del país, que cuenta con la ayuda de Bert Gordon (una especie de consejero perverso). Perderá contra éste todo su dinero, no por ser peor, sino por falta de carácter, y tendrá la oportunidad de escapar de esa vida al encontrar a Sarah Packard, una aspirante a escritora aficionada a la botella, con la que comienza una tormentosa relación nacida del engaño. Pero Eddie sigue obsesionado con ganar al Gordo, y pagará el precio necesario para lograrlo.


Robert Rossen, que allá por los 40 escribía guiones para la Warner (Los violentos años 20, La mujer marcada), había dado el salto a la dirección y realizado, entre otras, las geniales Cuerpo y alma y El político cuando fue llamado a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas durante la llamada Caza de brujas por haber pertenecido al partido comunista. Incluido en la lista negra, prescindido su contrato con la Warner, incapaz de conseguir financiación para sus proyectos ni de volver al teatro neoyorkino, Robert Rossen volvió a presentarse ante el Comité, esta vez de forma voluntaria, para denunciar a algunos compañeros del partido. Fue su pasaporte para seguir haciendo cine, pero lo pagó caro: Llevó el peso de la culpa sobre sus hombros el resto de su vida. Tras una década de películas frustradas realizadas en un exilio voluntario por Europa, Rossen vuelve a EEUU y adapta una novela de un tal Walter Tevis, una historia sobre el éxito y el dinero de la que Rossen toma sus personajes y su estructura, pero no discurso, convirtiendo su película (que produce, escribe y dirige) en un cuento moral con tintes autobiográficos. En el transcurso de la película, Eddie Felson, que en todo momento tiene en mente volver a enfrentarse al Gordo, cae en las garras de Bert, para quien Eddie es un perdedor nato carente de carácter. Sarah, que cala a Bert desde el principio, piensa que Eddie ya es un ganador y que no hay mañana para los que van con Bert, que destruye todo aquello que él mismo desearía tener (el talento de Eddie para el juego). La obsesión de Eddie y la compañía de Bert conducen al inevitable trágico final, dejando a Eddie en una situación equiparable a la de Rossen frente al Comité de Actividades Antiamericanas: Deberá humillarse ante Bert y renegar de sus nuevos principios (aprendidos del trágico final de Sarah) o no volver a jugar al billar. Robert Rossen se eximía así de su comportamiento diez años atrás.


La escena que más recuerdo, la que mencioné en mi post sobre Río Bravo, es aquella en la que Eddie, tras ser rechazado por Sarah y sabiendo de la afición por la botella de aquella, la espera en el bar de la estación de autobuses donde se conocieron y ella llega y se acerca a él y espera que diga algo, pero en su lugar Eddie se levanta, se acerca a ella y la agarra del hombro, y ésta apoya su cabeza en él y ambos dan media vuelta y se marchan del bar. La película está llena de estos momentos únicos, de una sencillez absoluta, como aquella en la que Sarah le hace saber a Eddie que cree que está con ella porque no tiene otro sitio donde ir, mediante un esbozo de relato que escribe borracha, o aquella otra en la que Eddie, tras perder contra el Gordo, está tumbado en la cama de un motel repasando en su cabeza la partida que acaba de jugar. Robert Rossen la rueda mediante un único primer plano de Paul Newman, y sobre éste el sonido de los choques de las bolas de billar en la cabeza de Eddie. La sucesión de encadenados para indicar el paso del tiempo (en ambas partidas contra el Gordo, o durante la recuperación de Eddie) o el apoyo en miradas y gestos de los actores (que dicen más que palabras) son otras muestras de simplicidad y eficacia que encumbran a Robert Rossen como uno de los grandes.

The hustler. 1961. 135 min. Blanco y negro. Productor: Robert Rossen. Director: Robert Rossen. Guión: Robert Rossen y Sidney Carroll. Música: Kenyon Hopkins. Fotografía: Eugene Shüftan. Edición: Dede Allen. Reparto: Paul Newman, Piper Laurie, Jackie Gleason, George C. Scott, Myron McCormick.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Río Bravo



Supongo que siendo cinéfilo no es raro que mi primera entrada en este blog sea sobre una película. Y siendo esa película Río Bravo tendría que dedicar este post a mi abuelo, que compartía mi afición por el western.
Uno de los últimos recuerdos que conservo de él antes de que enfermara es estar sentados junto a la chimenea y que en la tele anunciaran Río Bravo. Y me dijo que la había visto, y que era muy buena. Y no se equivocaba. Yo había crecido viendo westerns de Sergio Leone y de Clint Eastwood, y  nunca conseguía ver entera ninguna película que protagonizara John Wayne, no sé por qué. Ahora podría llevarme horas hablando de las películas que protagonizó para John Ford y para Howard Hawks. Me he resarcido.
Y nadie quiere ver conmigo Río Bravo. Y no entiendo el motivo, no sobra ni falta nada en ésta película. Lo tiene todo. Es un western, si, pero no al uso: No hay paisajes vírgenes. No hay persecuciones a caballo. No hay desiertos. Hay comedia, hay drama. Hay una historia de amor. Hay un John Wayne en la cumbre de su carrera. Y hay tiroteos, si, que al fin y al cabo es un western. Y hay un número musical, que la protagonizan dos cantantes. Y hay un pueblo, un sheriff, dos ayudantes, un chico listo, una dama, un dueño de un hotel, y un prisionero. Con un hermano con dinero suficiente para comprar los mercenarios que hagan falta para sacarlo de la cárcel. Y el sheriff tiene que impedirlo y todos quieren ayudarlo.
Cuentan que Howard Hawks vio Solo ante el peligro y que no le gustó nada, que pensaba que un sheriff no podía ir por ahí pidiendo ayuda a todo el mundo, que era su trabajo apechugar con lo que viniese. Y John Wayne lo hace, junto a sus dos ayudantes: un inmejorable Dean Martin alcoholizado al que los mejicanos llaman “borrachón” y un muy divertido Walter Brennan anciano y tullido. Y no acepta la ayuda de la magnífica Angie Dickinson, ni acepta la ayuda del dueño del hostal donde se hospeda, que va metiéndose en líos por intentarlo, ni de un viejo amigo que por su cuenta pide a un chico (rápido como nadie pero con la norma autoimpuesta de no meterse en líos), Ricky Nelson, que lo ayude, y que muere por ello. Es su trabajo y lo lleva a cabo hasta las últimas consecuencias.
Para el recuerdo aquella escena que me recuerda a otra de El buscavidas que algún otro día contaré, aquella en la que John Wayne vuelve al hostal para acostarse y Angie Dickinson está secando unos vasos en el bar y le pide que duerma en su cuarto, que allí nadie irá a buscarlo. Y él declina su oferta. Y ella le dice que si se arrepiente su puerta está abierta. Sube y entra en su cuarto y le pica la curiosidad y comprueba que sí, que la puerta de la chica estaba abierta. Y baja de nuevo para encontrársela dormida en una mecedora con un rifle en sus manos, guardando que nadie entre a matarlo. Y le quita el rifle y lo deja sobre la barra y ella se despierta, y ninguno dice nada, y él la coge en brazos y sube con ella las escaleras, y la imagen se funde en negro. 


Río Bravo. 1959. 149 min. Color. Director: Howard Hawks. Guión: Leigh Brackett y Jules Furthman. Música: Dimitri Tiomkin. Fotografía: Russell Harlan. Edición: Folmar Blangsted. Reparto: John Wayne, Dean Martin, Ricky Nelson, Angie Dickinson, Walter Brennan, Ward Bond, John Russell, Claude Akins, Bob Steele.